20 de febrero de 2011

Sinapsis que cojea

En el estruendo de la locomoción siguió musitando las palabras como si fuese un tipo de mantra. Buscaba las posibles combinaciones, el adjetivo perfecto que reflejara fielmente la situación que escribía en su pequeño cuaderno. Meditó un breve lapso, y en una rápida mirada al exterior, notó que se acercaba a su próxima parada. Garabateó unas rápidas letras como referencia para poder continuar más tarde. Escribió 'decepcionante', 'indignante' e 'injusto'. Aunque de camino a casa, se le notaba conforme y contento con el párrafo que logró avanzar, se sabía que probablemente no era ninguna de esas la que andaba buscando.

Habían días en lo que se lamentaba por su bloqueo al escribir, pero la mayor parte del tiempo, simplemente lo ignoraba. No conoció el momento en el cual se hizo bueno con las palabras, para él, las cosas venían de forma natural. Lamentablemente, creció con la noción de que podría decirlo todo, con precisa sutileza. Sin embargo, el tiempo - aunque pule algunos talentos - malgasta otros con desuso. Titubeó al intentar poner la llave en el cerrojo, y alguien detrás de la puerta se le adelantó.

- ¿Y a esta hora viene llegando? - con una ligera sonrisa le recibe su abuela.

No sabría distinguir un lunes de un domingo, mucho menos cuándo su nieto viene llegando a una misma hora durante toda la semana. Pensó en lo fascinante que llegaría a ser utilizar a su propia abuela como material para su frustrada escritura. Vivir con ella es vivir con un montón de fantasmas que la cuidan con cariño. Siempre habla de su madre - difunda desde hace más de 40 años - de la siembra de su padre, de cómo se cultiva tal y tal fruto, cómo se cuidan los brotes de lechugas de los rayos del sol, y de su familia que tiene allá en el norte grande, que más rato los va a ir a ver.

- No, deje eso, ésta es la mantequilla. Y cómo te fue hoy?
- Bien - respondió monosilábico.

Jugaba a ser normal mientras formaba pequeñas migas de pan con la yema de los dedos. Se hizo pequeñito en medio del ruido de las cucharas, y los cuchillos para el pan caliente, la mermelada sobre la mesa que se la rotaban entre sí, y las manos que se estiraban por encima de la mesa, para alcanzarlo todo. Se disfrazó tras la algarabía porque no sabía cómo agregarle algo a la historia que conversaban ahí. Escogió una canción al azar, y se puso a musitarla cabizbajo. Continuó así hasta que algo estaba pasando que los hacía a todos callar del asombro, y al notarlo primero con la intuición, y luego con el rabillo del ojo, levantóse de sus hombros y se les unió en el asombro. La septuagenaria había estado cortando la mantequilla en láminas, así como lo haces con el queso, insistiendo en lo rico que estaba tal queso. Su taza de té era un desastre, al verter el azúcar en ella, nada cayó dentro. La verdad era que no había queso en la mesa, y su taza de té no estaba tan dulce como la de los demás. Ya sea por el espanto de la incredulidad, todos los que estaban ahí se volvieron vulnerables por un segundo a lo que estaban acostumbrados a ver. Un segundo que lo cambió todo porque ninguno de ellos fue capaz, hasta entonces, de decirle:

- Oiga, eso no es queso.

Aprovechando el momento de lucidez, volvió al cuaderno donde lo había dejado y anotó:
- Oiga, eso no es queso.