18 de noviembre de 2010

M.B.

Cómo te lo explico?

Es como pololear, cuando dos personas se conocen, se llevan bien, se conocen y todo anda excelente. Lo que uno ve en esa persona gusta, y lo que ésta ve en este proyecto mutuo le entusiasma, le gusta ese 'nosotros'. Al principio, todo es lindo y nuevo, y la magia que eso trae, hace que uno se despierte con más ganas, y 'la marraqueta más crujiente' como dicen. Dicho bien simple, todo funciona mejor. Y eso es sólo al principio, después, el éxtasis de sentirse así se traduce en una madurez con la que uno se empieza a acostumbrar, ¿no te ha pasado? Uno crece, aprende, y se nutre de esto, ¿Aún no te suena? Asumamos que sí, qué pasaría si después esa relación se termina? Está bien, pretendamos que después de un tiempo lo bonito se desgastó, y nos aburrimos de estar estancados, y de siempre fracasar en lo que nos proponíamos. Si eso pasó, nos dispusimos a hablar y conversarlo. Y si, aún después de eso, no se sacó nada, acordamos en no vernos más. Me parece. Pero, qué pasaría si por alguna razón te fuiste lejos, y no volviste nunca más? Sin poca explicación, yo tratando de entender qué fue lo que pasó, si todo estaba bien ¿Eso tiene más sentido? Del cielo a la tierra, decepcionados, estaríamos tratando de llenar ese vacío, buscando algo que nos distraiga. Primero entusiasmarnos con la idea de que volverá, después negando que pasó, después la ira de porqué pasó. Al final, nos conformaremos, y sobreviviremos, pero viviremos pensando en que todo lo que venga después, siempre será un retroceso. Porque nada puede ser mejor que eso que prometía, pero nunca fue.

A todos los que tenemos una pena con el fútbol, y vivimos con gente que no la entiende.
Puesta en términos simples.

29 de septiembre de 2010

No Nato

Un día te dije que quería vivir contigo dentro de un huevo. Honestamente, no recuerdo la exacta sensación al haber dicho eso. Imagino que era por lo cálido y seguro que puede ser estar dentro de un huevo. Crecer, y pacientemente ser dentro del cómodo límite, el que no aspiro romper ni salir de él. No necesito explorar el mundo de allá fuera, simplemente todo lo tengo acá. En mi cascarón. Ese mismo día, me acuerdo que después de habértelo dicho, me puse a lagrimear de la nada. El porqué de eso lo tengo mucho más vívido en mi memoria que el propio recuerdo que lo generó; sabía que el llegar a decir y, sinceramente, sentir algo así era tan hermoso pero poco probable, que estaba atado a la fugacidad. Me dio pena que, apenas estoy experimentando algo nuevo, ese recuerdo es tan ajeno que no lo puedo poner en palabras. Quizás 'vivir dentro de un huevo' es - en realidad - en nada parecido a lo que realmente quería decir. Triste que apenas el recuerdo nació, murió.


Divagué todo el camino de vuelta. De pie, mirando el andén del frente, pero sin precisión, noté que había una 'irregularidad en la frecuencia de los trenes', pues varios éramos los que nos aglomerábamos en el borde. Al final de lo que podía verse en la linea, se veía el tren acercándose, así los que estaban sentados ahora se colocaban tras nosotros. El reflejo pasa rápido, y todos se miran en él, de una u otra forma. Los más cansados veían en la velocidad del tren asientos para acaparar, yo acaparaba los rayos de sol que te dan al estar de pie.


Vértigo me da pensar cómo me acostumbro a este misma vitrina. Tras el vidrio, corren los mismos paisajes, los autos, las calles y semáforos. Todos sincronizados, pero siempre a destiempo del Sol que nos salta, lento, paciente, e indiferente. Desde la velocidad natural del metro, la gente allá abajo se ve mínima. Como en una foto mal tomada, como en una radiografía de un hormiguero. Miro el contraste hacia las montañas, en su blanco, y la extrañeza que causa algo tan enorme, y único, de lo que no lo hizo nadie, que se hizo solo. Nosotros estamos sobre lo pavimentado, lo que pintamos, damos forma, y sobre el mundo del que nadie se hizo cargo, nosotros hacemos el nuestro. Allá las montañas, arriba el Sol, y acá abajo, ellos quienes llevan en sus maletines el papeleo para un trámite que, realmente, nunca se hará.


Me queda una micro por tomar y aún estoy en la mitad del recorrido. En el paradero, procuro llevar delante mío mi bolso, aunque sólo lleve en él mis monedas, mis libros, y mis pequeñas preocupaciones. A mi lado, sólo escucho conversaciones de cuan miserable te hace el cáncer, pues siempre que te extirpen uno, éste siempre vuelve a brotar en alguna otra parte del cuerpo. La quimio te consume, y el estar en cama te derrumba. Ella tenía un tío. También había en alguna parte un hombre que era sumamente infeliz. Trabajaba en dos lugares, tenía dos o tres hijos, los cuales le odiaban parcial o inconcientemente por haber engañado a su madre con una compañera de trabajo. Dejó su casa, y con ésta su familia, y en su trabajo las cosas se volvieron tensas, por lo que tuvo que marcharse también de ahí. O algo así.


En el silencio cómodo de mi playlist, voy en 'qué sería de ese paradero sin nuestra espera?' Una ruina desprovista de nuestros puntos de vista, de nuestros problemas. Hemos impregnado con nuestro ánimo todos esos tristes lugares de espera, como ese paradero, como las salas de espera. Ya no tendría ni porqué llamarse paradero, pues nada 'pararía' ahí. Si no hubiese gente para llenar los espacios, ni impregnarlos de nada, ninguna de todas las cosas que conozco tendría el mismo significado. Ya no asociaría el paradero, por ejemplo, como una instancia propicia para escuchar conversaciones y quejas ajenas, sino que sería sólo una estructura vacía. Como el árbol que se cae en medio de un bosque - y nadie está ahí para escucharlo caer, la ciudad sería el testimonio muerto de la gente que, en ella, se movía, conversaba, y se expresaba. No sé porqué continúo pensando en algo que no estaré para ver. De hecho, eso es lo que me asusta.


En el último tramo de mi recorrido, y ya a paso lento por el cansancio, recordé nuestras conversaciones. Esas de cuando nos conocimos. Cuando preguntaba lo obvio sólo porque disfrutaba ver cómo respondías mis obviedades. Sonreí. Sobre todas esas cosas que nos prometimos, y de ellas, las que cumpliste y las que no. Por sobre todo, me pesaron las que no te cumplí. Cuántas más serían las tardes de parques de haber cumplido. Y ya no. Y en cuanto a esas cosas que no fueron, me pregunto qué habrá sido de ese huevo, ya cascarón, donde alguna vez nos susurramos promesas. El tierno calor que despedía en ese entonces es ahora el mero vaho de un chiste mal contado. Todo de lo que me aferré alguna vez, desaparece. Los edificios que se erigen como puntos de referencia en mis recuerdos serán estructuras vacías en algún momento y habrán historias sin contar en cada una de ellas. Sufro por cada idea - que tuve y no escribí - que muere, y aún más por el intento que hice para darle vida. El dolor de la eterna pregunta sobre qué es lo que se queda, y qué es lo que se va en esta vida me es sólo comparable con los sueños mudos de un niño no nato. Me verán nutriéndome de todo para sobrellevar esto hasta el día en el que le diga adiós a los sentidos.


Busco las llaves, apenado.

"Prométeme siempre prometerme."

8 de septiembre de 2010

Dialogar

- ¿Qué te pasa? - me preguntó como si no entendiera realmente y como si realmente quisiera saber. "El que no entiende una mirada, mucho menos va a entender una larga explicación". Casi me convence con su inexpresivo cinismo pero yo ardía por explicaciones pendientes, es que son esas mismas cosas que se encuentran en ese puto punto medio donde no sabes si acostumbrarte a los hechos - porque no cambiarán - y donde meditas conscientemente sobre cómo solucionarlas, y es en esa que te la llevas, en ver si tienes tienes que acostumbrar a esta estupidez de cine mudo, o no, porque no es que no quiera hablar, de hecho, soy un convencido creyente de la capacidad del diálogo, pero es que si siento que tendré que hacer las dos mitades del diálogo, me empiezo a agobiar... y agota pensar que tengo que volver a explicar mis formas de hacer las cosas, que todo implica una explicación, siendo que nunca ha sido más sencillo; priorizo intuición sobre razón, gesto sobre discurso, entendimiento sobre confrontación; considero ceder como un gesto compromiso real al otro, y no como una infantil noción de ser más débil al discutir. Pienso, entre otras cosas también, que no es ningún secreto que me afectas como el calor al viento, desde mi ánimo hasta mi percepción sobre las cosas, y no me siento avergonzado de cómo me siento, de dónde viene esa necesidad de pretender que nada pasa? Por qué preguntarías algo si no quieres la respuesta? Y yo al pensar en responderte, tropiezo a cada paso mental con las cosas que quizás no quieras escuchar, las que no quiero decir, y las que no estoy dispuesto a escucharme decir. Ese tropiezo es natural, quizás. Sería el freno natural a medirse para no herir, y avanzar. Casi de supervivencia. Paro, miro, y escucho, como dicen.
- Ya nada - contesté.

20 de agosto de 2010

Trasnoche

Hoy soñé que veía una película de terror. Habían los típicos personajes que escapan de una muerte segura en él. No reconocí a ninguno de los que salían ahí, y no me pareció interesante en lo absoluto, pero la película terminaba con la televisión apagándose por sí sola. De la nada, se fue a negro, y lo único que vi fue mi reflejo distorsionado en la oscura pantalla inerte. Según mi experiencia en películas de terror, o películas en general, cualquier película que terminase con el truco de lograr apagar el televisor del espectador debía considerarse una buena película, por muy mala que haya sido la trama. Luego, no sé si decir 'segundos' porque no existe el tiempo en los sueños, o al menos como lo conocemos aquí en la realidad, pero unos instantes después, el desperfecto del televisor ahora despedía un especie de humo por la parte de atrás, y de un momento para otro - así como suceden las cosas en los sueños - ahora el humo era un malintencionado espíritu, la mismísima muerte que me venía a buscar.

Exaltado, sentado en la cama, miré alrededor. La noche, los perros, los focos y el haz de luz que se dibuja hacia el centro de la habitación. El miedo a la muerte que vence, una, de las tantas batallas.

10 de julio de 2010

El Rescate

Divagué todo el camino de vuelta. Lo que más pensé era cómo sería el momento que te viera de nuevo. Ojalá saber qué decir, y hacerlo adecuadamente.

Las calles están llenas de gente tomada de la mano, gente que se arropa en secretos. El vaho que susurran desvanecen el mensaje que nace y muere ahí. Pasan a mi lado mientras yo miro ajeno, como el rezagado que no juega. Las luces en las vitrinas marcan mi reflejo en el mismo vidrio, y lo único que veo hacia adentro es a mí esperando, que estoy aquí afuera. Voy a lo largo de la calle, de poste en poste, y la luz llueve sobre mí con mesurada violencia. Busco en mi bolsillo el fondo, como con propósito, a ver si me compro algo en la tienda de adelante. Al final, pensando en que tampoco había variedad para elegir, dejé la tienda atrás, quizás no tan lejos como para devolverme.

Veo las pozas, y recuerdo sus botas. Porque sé que aunque esté grande, no hay vez que mire una sin que esas locas ganas la dominen, de mojarse saltando sobre ellas. Me detengo al lado, casi como que no fuera a parar, miro por debajo de mi hombro, amago un salto tímidamente, y chapoteo en su nombre.

Aunque pensé en no cruzar, porque no tenía más asunto pendiente al frente que el que tenía a este lado de la vereda, lo hice. De no haberlo hecho, no me hubiese topado con ese semáforo en rojo, y sin eso, tampoco me hubiese encontrado con esa pareja. Esperando el verde, me mantenía inexpresivo, mirando la distancia hacia la otra vereda. En esa pausa, los autos silbaban con violencia, de sus ruedas contra el pavimento húmedo. Imagino las conversaciones simultáneas que se llevaban en el interior de cada auto. Pensaba en cada capsula, cada mundo aislado que recorre veloz la ciudad. Y quizás sería un adulto joven, muy promedio económicamente, que encendió el motor de su auto horas antes pensando en qué calle tomar para hacerse camino a su destino. El sería, quien disfrutaba la sensación de moverse bajo la lluvia santiaguina en la seguridad de su impermeable e invencible auto, el que arrollaría un peatón que esperaba cruzar, y en un acto casi suicida, dio un irresponsable paso hacia la calle. Un cráneo trizarse, también trizaba la impermeabilidad de su viaje, enviando cinco crudos metros más allá al dueño de ese cráneo. Creo que impacté con el suelo aún más violentamente, pues la gente se tardaba en acercarse y atenderme, y la gravedad de mi cruento aspecto espantaba a cualquier potencial samaritano. No dolería, porque qué va a doler tus ideas desvaneciéndose, tiñendo roja la lluvia hacia el drenaje. Era solo adormecimiento. Así en menos de treinta segundo me imaginé siendo levantado en el aire, en el suelo divagando, y luego siendo levantado de nuevo, hacia el hospital más cercano. Y sólo la mancha de sangre estaría ahí más tiempo que yo, siendo removida sólo por la lluvia... que todo lo lava.

Aunque yo no di ningún paso suicida, y el conductor adulto joven sí llegó a destino sin contratiempos, me sentí herido de todas formas. Desperté de mis ideas y vi que conmigo esperaban la luz verde una pareja. Por cómo lucían, intuí que eran viejos amigos, y ahora disfrutaban de su amistad ya florecida con besos mordidos y sonrisas robadas. Para evitar la necesidad, miré de reojo. Bajo el paraguas que los cubría, se reían y hablaban. No fue hasta entonces, que decidí emprender mi camino de vuelta. Era lo más obvio que había. La comparación más burda de lo que no tenía y extrañaba. Vernos los tres, en pares incompletos, la luz que aguarda para cruzar, la esquina era la intersección de sí misma, me decía que yo no estaba en ninguna parte, en realidad. Y nada me esperaba allá al frente. Que qué hacía cruzando la calle. Me di cuenta que estos dos a mi lado llevaban un paraguas, y yo me había estado mojando desde hace cuadras. La lluvia corría por mi frente, y me bautizaba como el solemne hijo de este momento único. Respiré, para conmemorarlo.

En la luz roja, ya recapacitado, di un paso atrás, tratando de eliminar ese mal hábito de esperar la verde al borde de la cuneta.

Al buscar las llaves, pensé en cuánto divagué todo el camino de vuelta. Lo que más pensé era cómo sería el momento que te enfrentara de nuevo. Ojalá saber qué decir, y hacerlo adecuadamente.

Temí que el departamento estuviese vacío. Que en un tonto arranque por independencia hayas salido a buscar la más insignificante de las opciones para distraerte. Las luces estaban apagadas, casi tanto como mis esperanzas de encontrarte ahí. Aún así, entré haciendo mi particular juego con las llaves, para que reconozcas el familiar sonido de yo llegando, amor. Te encontré saliendo de la habitación, y de pie te quedaste en el fondo de ese pasillo. Estaba todo en penumbra, salvo por ese haz de luz que entraba por la pieza - que estamos guardando- y que cortaba el pasillo en tu mitad y la mía. Recurrí en mi mente a lo ensayado, pero nada de eso se pronunció. Esperamos diciendo nada, casi renunciando al diálogo que nos sacara de esto. Tanto metafórica como literalmente, tú estabas en mi camino, como yo en el tuyo. En los eternos segundos últimos, me moría de ganas por decirte que faltaste en las pozas de agua, faltaste en los reflejos en las vitrinas. Quería contarte que tuve un accidente, que me atropellaron en un mundo paralelo. Que no me pasó nada malo, pero recuerdo casi verídicamente cómo los audífonos se soltaron de mis oídos, y me susurraron desde el pavimento en tenue música que there is a light that never goes out. Y yo pensé en todo lo que no te dije, y que me moría sin decirte. Y advertirte, que no salgas, que afuera están todos tomados de las manos, están todos con frío, y no se recomienda que ninguna pobre alma ande sola con ese duro tiempo. Tú seguías mirándome fijo, pero tus gestos se suavizaron. En silencio, tus hombros descendían de su tensión defensiva, y avanzaste hacia el haz de luz que se dibujaba en el pasillo. Esa luz encendida que nos dividía, ahora nos unía pues yo me unícontigo en ese único brillante rincón del hogar a aceptar ese abrazo que jamás nos hemos negado.



20 de junio de 2010

El camino a casa

Mientras veo, camino y mastico, están en la vereda las grietas. Las arrugas que las llevan, en las marcas de la piel, en lo acuoso de los ojos, en el llanto a medias de lo que casi fue. La más vívida de las heridas, va en los soportes. La parte en la que nos enseñaron que hay que ponerse, si todo se sacude. Ahí, donde la herida se resiente, y lo que el tiempo deteriora, jamás devuelve.

La noche, bajo la almohada llevo los dedos cruzados. A la calle, la plaza, y a la nostalgia. Entre la gente, los cantos, y el alféizar del día siguiente, navego. Un optimismo indisoluble sobre los techos de las casas y las antenas que no funcionan. El poco miedo a vivir la única vida que se abre en dimensiones cósmicamente ocultas, que le sigue el segundo que muere y nace, otra vez, y otra vez. Hasta que el último segundo real se haga llegar. Donde, quizás sin palacios sobre las nubes, habrán sonrisas a la vuelta de la esquina. Iré acumulando cuentos que digan más de ustedes que cualquier otra cosa. Los releeré en mi silla mecedora en voz alta, y quizás ella sentada en una de las mismas, mientras teje algo lindo, me escuche y sonría, y diga: "Estuviste bien", y en mis arrugas no llevo heridas, ni marcas del tiempo que me aplasta, sino que llevo el testimonio de amor más silencioso de todos: el que puedes ver porque envejeciste conmigo.

Hoy, veo, camino, y mastico. Saco las llaves, abro la puerta, y procuro no equivocarme.

13 de mayo de 2010

Un Payaso

Hay gente hábil para todo, y él se abotonaba la camisa. Gente buena para los números, otros son artesanos, otros son modistas, y él pasaba a ponerse sus holgados pantalones de verde chillón. De dónde uno saca la idea de qué hacer con su vida es algo incierto, pues hasta qué punto uno elige y eligen por uno se mantiene siempre oculto. Aunque cabe destacar, que el solo hecho de hacerse esa pregunta, es un tema totalmente distinto, y que requería de un grado de auto-reflexión un tanto importante. Como éste era el caso, a nuestro individuo aquí no le es preciso hacerse esa pregunta. Simplemente, es. Y claro, lo seguía siendo, mientras, inerte del insomnio, masticaba el pan a medio tostar, y veía las noticias de la primera hora. Su única audiencia, a esa hora, el niño acostado a ese otro lado de la cama que se hacía el dormido.


Mucho de lo que piensa no se sabe. Se sabe que es amigo de los choferes, de las guaguas en coche, y de casi cualquiera que quiera cruzarse con su mirada y su chiste. Incluso, hace amistades con los que no quieren amistad con él. Sus zapatos, su vestimenta, y su maquillaje a veces eran su cruz. De la calle a la micro, y de vuelta otra vez, estaba condenado, y a caminar entre días grices que pocos estaban dispuestos a dejarse compensar con una rutina de rápidas bromas.


Cuando la función estelar comenzaba, y el chofer ponía la marcha en segunda, ahí se veía el verdadero payaso. El violento estruento del autobus era el telón, los pasamanos los malabares, las sonrisas sus aplausos. Sus gestos eran suaves y amables. Su cara, aunque maquillada hacia la exageración, era equilibrada y gentil debajo de los grotescos rasgos. De sus manos que, al moverse, gesticular, y apuntar pausadamente, tenían una agradable relación con lo rápido y hábil de su dicción e improvisación. Su voz sí era un tanto aguda y forzada, pero ésta no era del tipo que hacía llorar a los lactantes. De hecho, tenía esa naturalidad plausible de desplazarse en la turbulenta locomoción y, al mismo tiempo, sacar debajo de la manga la más ingeniosa de las observaciones, casi como si a cada paso estuviese obligado a expandir el alcance de sus sonrisas, llegando al más oscuro rincón entre los asientos, los reacios a reír. Y eso lograba. Generalmente.


La cosa más curiosa ocurría, y no era sino, entre la gente misma que lo miraba. Era difícil saber, pero pareciera que había un payaso distinto por cada par de ojos que lo veía. Tenía, sí, esa facilidad con lo que es gracioso que a ella, la de la primera fila, hacía sonrojar, y mirarlo de reojo, como hurgando en tierno y adolescente pasado. A ese grupo de señoras, que parecían no venir juntas, esa vívida elocuencia en su personalidad les recordaba un nieto que nunca llegó. Era lo suficientemente joven en rasgos y espontaneidad para lucir como hijo, nieto, y hermano, pero, a la vez, había algo en los ojos expertos, curtidos, adaptados al duro ritmo, que lo hacía ya maduro. Habían, también, personas como ellos dos, la pareja al costado derecho de la micro, que diferían. La ventiañera, por alguna razón, se escondía en sus audífonos, y en el paisaje afuera. Él, siempre de la mano de ella, miraba a través de sus amplios lentes al hombre en escena, escudriñándolo, como si fuese el último en su especie sobre la Tierra. Y quizás lo era.


Era el eterno, y cabizbajo esperaba la apertura de las puertas para bajar. Era invisible, y su silueta se despedía de los niños que seguían mirándolo mientras doblaba en la esquina. Era padre, contaba las monedas al sonar dentro del bolsillo. Era incómodo tenerlo cerca, era simplemente un molestoso evento. Olvidable, y evitable, pero soportable. Sacaba lo peor, y extrañamente, lo mejor. Era el místico doctor que nos señalaba nuestro mal. Se bajaba, cruzaba la calle, tomaría la siguiente micro y seguiría con su eterno diagnóstico. Como la marea, que sigue sin resistencia, sin cuestionar. Como el perro menos bravo que nos sigue. Ese que, bien seguido, espantamos.

Al bajarse el telón, desabotonaría los puños de su camisa, y lavaría sus silenciosos rasgos frente al espejo. En algún pequeño baño, bajo la mirada de sí mismo, el maquillaje correría distosionando los - alguna vez - alegres rasgos. El agua se tiñe de colores, como la piel con los golpes. Más fácil era lograr hacer reír, a todos los demás. Lo espiaba, escondido detrás de la cama, el niño. En la mesa, las lágrimas y las monedas.

11 de abril de 2010

Al calor de nuestros pómulos

Intentaba caminar despacio; total, sabía que no había nadie en la sala a quien saludar. El cerro en el fondo, y allá arriba la Virgen empañada me pintaban en una postal de ciudad olvidada, de perros durmiendo, faroles que parpadean, y fachadas lloronas. Era uno de esos días donde no te sorprendía saber que anoche habían encontrado a más de algún anciano, en lo último, soñando entre dientes. Lo sé porque el frío y el sueño era lo más obvio en ese entonces. En la marcha, podía notar cómo se enfriaba la tela de mis pantalones al separarse de la piel, y recuerdo vívidamente la sensacion de tocar la reja para empujarla. Entrando, se me abrían los ocultos rincones fantasmas, los kioscos cerrados, la ausencia de los niños de básica corriendo, los ventanales por donde se veían los bancos vacios. Era como estar en un lugar casi prohibido, como si corriera un riesgo por estar ahí. Quizás, me daba pánico pensar que ese día no había clases, o empezaban más tarde, y que por alguna razón, yo no me percaté de eso, eso que todos sí. Que todos los demás, abrigados en sus camas, dormían tranquilos al saber que quedaban dos o tres hora más para levantarse, y yo, en cambio, ahí adelantándome a la pesadilla a propósito. Solo y con frío.

Podían pasar varios minutos, sin que no pasara nadie por la reja que hace un rato empujé. Por lo que, hasta entonces, me entretenía con otro tipo de ejercicios mentales, pero de igual sin propósito, como el de imaginar las sombras de las personas en los pasillos. La gente, por ejemplo, que debía llegar, de otros cursos, de mis propios compañeros, y - manteniendo el mismo no propósito - adivinaba quién estaría mirando el patio junto a mí desde ese segundo piso conversándome sobre algún otro olvidable tema, o en alguno de los recreos, o cómo luciría este lugar al levantarse la neblina, con la gente, con el ruido, con las bromas, con las risas. Pero por ahora, nada. Sólo silencio.

Éramos un grupo selecto, en realidad. Sabíamos quién era los que llegaban primeros, sin importar si eran de otros cursos más arriba, o más abajo. Y entre nosotros nos ubicábamos con el rabillo del ojo desde un rincón del colegio al otro. Sabíamos mucho de los que estaban fuera de este círculo; quiénes tenían hermanos, o traían a algún vecino, para aprovechar el viaje. Sabíamos, también, si ese día despertaron de mal humor, o si tenían una prueba en la primera hora. Quién se acordó de terminar la tarea para tecnología, o a quién se le quedó en la casa. Y a decir verdad, éramos como una secta, cuya única práctica oficial era llegar excesivamente temprano, y siempre que veía llegar a uno de los integrantes - o a una, como ese era el caso de ese día - me alegraba saber, entre muchas cosas, que no soy el único, y que sí había clases.

Quizás este episodio podría evaporarse como lo hacía la neblina cuando caía el sol tibio sobre el húmedo pavimento, llevándose así la postal de ciudad olvidada, y el silencio siniestro. Se llenaban los pasillos de las caras familiares, y se contaban las mismas historias una tras otra, en ese mismo círculo casi familiar. Nos paseamos en los mismos lugares, y nos sentábamos 'donde mismo'. Y si, mientras mantenía la marcha a un costado del grupo, veía a alguno de éstos 'que llegábamos temprano', la reconocería entre la multitud, y ella a mí, aunque no tuviera nombre ni apellido, y no diríamos nada de esta falsa secta y su única práctica oficial, no por poco relevante, sino porque éramos de distintos grupos, no había una buena razón para conocerse, mucho menos saludarse. Llegar temprano no era una buena excusa bajo ninguna circunstancia para entablar alguna conversación. No teníamos nada que ver entre sí, y así la 'secta' se mantenía secreta, selecta, y de repente, casi imaginaria.

De días así han pasado 6 ó 7 años. Las mañanas empiezan a ser cada vez más heladas, aunque el cerro en el fondo es otro con una cruz por virgen, y si bien no hay gente que muera de frío en estos días, se viene la lluvia y todas las casas están en el piso. Perdón, suelo divagar harto en las mañanas, y más aún viendo esa foto que está colgada en la pared, donde salgo con mi uniforme escolar, los kioscos y ventanales...

Esa mañana, como todas las mañanas, no se me iba detalle. Mencionaba que me alegraba ver a uno de los nuestros, que en este caso en particular, era una niña de curso menor, quien visiblemente sufría del mismo frío en las mañanas, pues venía tapada gran parte del rostro con una bufanda opaca, y encogía el cuerpo mientras el frío cortaba los lugares que el abrigo descuidaba. No quiero ser malinterpretado; no sentía mayor alivio si quien llegaba al colegio era mujer, niña, adulto, anciano, o joven. Mucho menos tenía algún particular interés en la frágil niña. Con tal que alguien llegara, me sentía algo aliviado. En cuanto a lo que pasaba a continuación, era quizás lo más curioso. Hacía un frío que calaba los huesos, que hasta el mismo piso congelaba la suela de los zapatos, y en vez de entrar a esperar a la no-necesariamente-más-acogedora sala, preferíamos estar mirando quién llegaba. Aunque nos separaba un patio entero, yo imaginaba que era igual de incómodo que estar en una pequeña sala de espera. Sin nadie mirando. Sin televisión que nos distrajera. A medida que se prolongaba el silencio, el espacio entre la extraña y yo hacía cada vez menor. Más obvio. Aún así, éramos de distintos mundos. Pero estábamos ahí, como siendo silenciosos cómplices de un amanecer que se colaba entre los edificios, por encima de la iglesia, por debajo de las sillas y los bancos, despertando con calor nuestros pómulos. Ella allá, y yo aquí.

Posiblemente tendría que saludarla al encontrármela.
Al primer recreo.
o 7 años después.

"... Beso de buenos días, extraña linda?"

- Hola, tú.



12 de febrero de 2010

Ventana


Tengo una agradable ventana. Miento; tengo dos. Antes tenía una. Si antes tenía sólo una, y me encantaba, ahora con dos, tengo una vida para volverme a enamorar de ambas. Y a eso voy, tengo dos ventanas agradables, cada una con sus particularidades. De noche, que es cuando más se lucen, parecen ser las protagonistas de mi habitación, cuando los perros ladran, aúllan, y se ponen a copuchar, me vuelvo a la ventana, y la oscuridad allá afuera me traga, y me lleva, que entre menos veo, más me llama. Los pequeños focos a la distancia son otras sospechas, para gente poco creyente, que se afirma en su ventana a buscar cosas que realmente le hagan vibrar. Fuera luces, y me echo a volar en el paisaje, y comparto con los existentes fantasmas de personas con las que comparto el mismo cerro como fondo. Los que miramos al Sur no somos más distintos que los que miran al Este, pues al fin y al cabo todos vemos en el horizonte nuestras nucas. Llénenme, estrellas, que desde aquí su brillo es tenue. La ciudad y su frágil memoria colectiva han trazado líneas a base de mentiras, donde los crueles son los más aptos, por ende, sobreviven. Soy la temporal marioneta de estas luces, y danzo a un compás tal que rompe los lunes a viernes, y años bisiestos. Soy vocero de los condenados, que escriben a partir del sufrimiento bien sufrido, vale decir, la real verdad brota de ese susurro en las montañas que termina en la inevitable avalancha. Escuchando una conversación cruzada, oí 'Feliz con poco, infeliz por cualquier cosa'. Le encontré razón, después me retracté. Al final me confesé que soy la oscilación permanente de ambas frases. Miro mi casa desde lo alto, se ve chiquitita, parecida a las demás. Presiento el inapelable proceso de ir y volver, esa misma "felicidad por poco", de flotar, de viajar sin moverme, y esa "infelicidad por cualquier cosa", por volver, porque la noche se acaba, como si fuera la última de las noches...


Entiendo que tengo dos ojos, que 'una mano lava la otra', que un paso le sigue al otro, que 'dos' es la clave, la ambivalencia entre nacer y morir, en perder y encontrar.



Que ventanas tengo dos; por una salgo, por la otra, aterrizo.