29 de septiembre de 2010

No Nato

Un día te dije que quería vivir contigo dentro de un huevo. Honestamente, no recuerdo la exacta sensación al haber dicho eso. Imagino que era por lo cálido y seguro que puede ser estar dentro de un huevo. Crecer, y pacientemente ser dentro del cómodo límite, el que no aspiro romper ni salir de él. No necesito explorar el mundo de allá fuera, simplemente todo lo tengo acá. En mi cascarón. Ese mismo día, me acuerdo que después de habértelo dicho, me puse a lagrimear de la nada. El porqué de eso lo tengo mucho más vívido en mi memoria que el propio recuerdo que lo generó; sabía que el llegar a decir y, sinceramente, sentir algo así era tan hermoso pero poco probable, que estaba atado a la fugacidad. Me dio pena que, apenas estoy experimentando algo nuevo, ese recuerdo es tan ajeno que no lo puedo poner en palabras. Quizás 'vivir dentro de un huevo' es - en realidad - en nada parecido a lo que realmente quería decir. Triste que apenas el recuerdo nació, murió.


Divagué todo el camino de vuelta. De pie, mirando el andén del frente, pero sin precisión, noté que había una 'irregularidad en la frecuencia de los trenes', pues varios éramos los que nos aglomerábamos en el borde. Al final de lo que podía verse en la linea, se veía el tren acercándose, así los que estaban sentados ahora se colocaban tras nosotros. El reflejo pasa rápido, y todos se miran en él, de una u otra forma. Los más cansados veían en la velocidad del tren asientos para acaparar, yo acaparaba los rayos de sol que te dan al estar de pie.


Vértigo me da pensar cómo me acostumbro a este misma vitrina. Tras el vidrio, corren los mismos paisajes, los autos, las calles y semáforos. Todos sincronizados, pero siempre a destiempo del Sol que nos salta, lento, paciente, e indiferente. Desde la velocidad natural del metro, la gente allá abajo se ve mínima. Como en una foto mal tomada, como en una radiografía de un hormiguero. Miro el contraste hacia las montañas, en su blanco, y la extrañeza que causa algo tan enorme, y único, de lo que no lo hizo nadie, que se hizo solo. Nosotros estamos sobre lo pavimentado, lo que pintamos, damos forma, y sobre el mundo del que nadie se hizo cargo, nosotros hacemos el nuestro. Allá las montañas, arriba el Sol, y acá abajo, ellos quienes llevan en sus maletines el papeleo para un trámite que, realmente, nunca se hará.


Me queda una micro por tomar y aún estoy en la mitad del recorrido. En el paradero, procuro llevar delante mío mi bolso, aunque sólo lleve en él mis monedas, mis libros, y mis pequeñas preocupaciones. A mi lado, sólo escucho conversaciones de cuan miserable te hace el cáncer, pues siempre que te extirpen uno, éste siempre vuelve a brotar en alguna otra parte del cuerpo. La quimio te consume, y el estar en cama te derrumba. Ella tenía un tío. También había en alguna parte un hombre que era sumamente infeliz. Trabajaba en dos lugares, tenía dos o tres hijos, los cuales le odiaban parcial o inconcientemente por haber engañado a su madre con una compañera de trabajo. Dejó su casa, y con ésta su familia, y en su trabajo las cosas se volvieron tensas, por lo que tuvo que marcharse también de ahí. O algo así.


En el silencio cómodo de mi playlist, voy en 'qué sería de ese paradero sin nuestra espera?' Una ruina desprovista de nuestros puntos de vista, de nuestros problemas. Hemos impregnado con nuestro ánimo todos esos tristes lugares de espera, como ese paradero, como las salas de espera. Ya no tendría ni porqué llamarse paradero, pues nada 'pararía' ahí. Si no hubiese gente para llenar los espacios, ni impregnarlos de nada, ninguna de todas las cosas que conozco tendría el mismo significado. Ya no asociaría el paradero, por ejemplo, como una instancia propicia para escuchar conversaciones y quejas ajenas, sino que sería sólo una estructura vacía. Como el árbol que se cae en medio de un bosque - y nadie está ahí para escucharlo caer, la ciudad sería el testimonio muerto de la gente que, en ella, se movía, conversaba, y se expresaba. No sé porqué continúo pensando en algo que no estaré para ver. De hecho, eso es lo que me asusta.


En el último tramo de mi recorrido, y ya a paso lento por el cansancio, recordé nuestras conversaciones. Esas de cuando nos conocimos. Cuando preguntaba lo obvio sólo porque disfrutaba ver cómo respondías mis obviedades. Sonreí. Sobre todas esas cosas que nos prometimos, y de ellas, las que cumpliste y las que no. Por sobre todo, me pesaron las que no te cumplí. Cuántas más serían las tardes de parques de haber cumplido. Y ya no. Y en cuanto a esas cosas que no fueron, me pregunto qué habrá sido de ese huevo, ya cascarón, donde alguna vez nos susurramos promesas. El tierno calor que despedía en ese entonces es ahora el mero vaho de un chiste mal contado. Todo de lo que me aferré alguna vez, desaparece. Los edificios que se erigen como puntos de referencia en mis recuerdos serán estructuras vacías en algún momento y habrán historias sin contar en cada una de ellas. Sufro por cada idea - que tuve y no escribí - que muere, y aún más por el intento que hice para darle vida. El dolor de la eterna pregunta sobre qué es lo que se queda, y qué es lo que se va en esta vida me es sólo comparable con los sueños mudos de un niño no nato. Me verán nutriéndome de todo para sobrellevar esto hasta el día en el que le diga adiós a los sentidos.


Busco las llaves, apenado.

"Prométeme siempre prometerme."

8 de septiembre de 2010

Dialogar

- ¿Qué te pasa? - me preguntó como si no entendiera realmente y como si realmente quisiera saber. "El que no entiende una mirada, mucho menos va a entender una larga explicación". Casi me convence con su inexpresivo cinismo pero yo ardía por explicaciones pendientes, es que son esas mismas cosas que se encuentran en ese puto punto medio donde no sabes si acostumbrarte a los hechos - porque no cambiarán - y donde meditas conscientemente sobre cómo solucionarlas, y es en esa que te la llevas, en ver si tienes tienes que acostumbrar a esta estupidez de cine mudo, o no, porque no es que no quiera hablar, de hecho, soy un convencido creyente de la capacidad del diálogo, pero es que si siento que tendré que hacer las dos mitades del diálogo, me empiezo a agobiar... y agota pensar que tengo que volver a explicar mis formas de hacer las cosas, que todo implica una explicación, siendo que nunca ha sido más sencillo; priorizo intuición sobre razón, gesto sobre discurso, entendimiento sobre confrontación; considero ceder como un gesto compromiso real al otro, y no como una infantil noción de ser más débil al discutir. Pienso, entre otras cosas también, que no es ningún secreto que me afectas como el calor al viento, desde mi ánimo hasta mi percepción sobre las cosas, y no me siento avergonzado de cómo me siento, de dónde viene esa necesidad de pretender que nada pasa? Por qué preguntarías algo si no quieres la respuesta? Y yo al pensar en responderte, tropiezo a cada paso mental con las cosas que quizás no quieras escuchar, las que no quiero decir, y las que no estoy dispuesto a escucharme decir. Ese tropiezo es natural, quizás. Sería el freno natural a medirse para no herir, y avanzar. Casi de supervivencia. Paro, miro, y escucho, como dicen.
- Ya nada - contesté.