7 de abril de 2008

Living-comedor



La puerta estuvo intacta todo ese día. El pequeño sentado a un costado del sofá estuvo ahí para comprobarlo. Sus atentos ojos escrutaron cada detalle. Las frías y rectas marcas sobre la puerta, la brillante dorada manilla que contrastaba con los ya muertos colores del resto de la habitación, como el mantel burdeo escocés, y esas sillas de madera bordeando la mesa del comedor. Las cortinas mantenían a raya un sol inexistente allá afuera. Una escena sin ánimo, sin tiempo. Había un carro de juguete de vivos colores sobre la alfombra, que volcado sobre el piso, parecía mantener la precisa impresión del momento exacto en el cual el niño se aburrió de él. Suspendidos, y ocupados en silenciosas y distintas - quizás, hasta mentales - labores, parecían esperar que el otro se moviera súbitamente para continuar el juego. Pero por cada segundo que pasaba, se hacía más presente la idea en ambos que el juego seguiría detenido. Se había truncado la dicha. El coche de juguete decidió que lo mejor sería quedarse ahí botado ya que no se sentía cómodo causando algún tipo de molestia al pequeño. Por otra parte, al niño no le quedó otra opción que quedarse ahí. No porque por alguna serie de razones concluyó así, menos por mero gusto. Se quedó ahí, más que nada, porque no conocía de opciones. Fijó sus ojos sobre la puerta de entrada, y se limitó a ella. Algo había en ella que merecía una irracional atención. La mirada osciló en el no-moverse de la puerta, y si hacia algún lado la puerta pensaba ir, él estaría ya mirando. Por mientras, ese nunca antes visto brillo de la manilla le ofrecía una silenciosa entretención. Se mantuvo así el cuadro, sin tiempo, extirpado de emoción. Como un segundo congelado en el cual te abstienes antes de sonreir o echar a llorar. Veinte segundos de eternidad que parecen planos y todo se torna autosuficiente. El juguete a medio jugar, la inquietante puerta, el pequeño ligeramente apoyado hacia el sofá. Le llaman felicidad. La ternura innegable de una solitaria niñez. Ternura que, ahora, se veía interrumpida por el incipiente sonido de la llave que intenta abrir por el otro lado. Al abrir la puerta, ve la casa relativamente ordenada, salvo por el infante que se arrastró, y con él, un montón de juguetes, por el pasillo hasta el living donde estaba el sofá recién comprado. Zapateó fuerte, en cierta parte para hacerse saber, y por otra, netamente práctica, para evitar caminar con sus zapatos húmedos por la tibia alfombra de la casa. Al dar el primer pie dentro de la casa, se sacudió del hombro las gotas restantes sobre el abrigo. En cortos y rutinarios actos, colgó su sombrero en el perchero. Con su abrigo ahora colgando del brazo, avanzó hasta tener al niño hasta sus pies, se agachó, y lo besó cálidamente en la frente. El niño, inexpresivo, no lo dejó de mirar desde que cruzó la puerta. Intuyó fuertemente la necesidad de nuevos pañales, eso explicaba la sorprendente quietud de éste, pensó. Al ponerse lentamente de pie, no vió necesidad de recorrer el resto de la casa. Si había o no alguien ya era de poca importancia, puesto que no tenía ganas de entablar conversación con nadie, y la compañía de cualquier persona no era urgencia. Sin más, se sentó en el sofá dejando al niño jugar afanadamente con sus zapatos. El niño parecía lentamente hacerse invisible, y a pesar de que emitía algunos sonidos aparentemente hacia él, ya no lo distraía. Su mirada fija, quizás retrocediendo sobre específicos pasajes del día de hoy, parecía perder movimiento. Bastó sólo algunos minutos para que este hombre de corbata se mimetizara con el entorno. Se soltó el nudo de la corbata. Siguió sentado. Y volvió a ajustárselo. Y sólo para hacer algo distinto, porque sabía que, luego de soltarse la corbata, lo que próximamente haría sería ser sacarse los zapatos, saludar a esta persona que aparecería de una habitación contigua, y aún más cierto estaba, que sería precisamente en ese orden. Y, sabía que luego de ésto, esperaría lo suficiente en ese sofá hasta que se sintiese cansado, y decidiera que llegaba la hora para dormir nuevamente. Sabía también que el hecho de mantener la corbata puesta no alteraría el orden de estos sucesos. Sabía que mañana le esperaba un día así, un día parecido, y no había que odiara más que un día normal. Sabía, ciertamente, de la pequeñez de sus actos. Sabía lo poco que movían su propio mundo. Sabía lo sujeto que estaba. De pronto, el pequeño interrumpe sus pensamientos golpéandolo en su rodilla izquierda. El hombre lo mira, pero aún con ojos inexpresivos y cansados. Sabía que sabía más de lo que quería. Sabía, incluso, la exactitud de su pequeñez. Echó una mirada al perchero para ver su sombrero, y que realmente no tenía gotas de auténtica agua, sino polvo y arena. Luego, la ventana. La incongruencia del clima que se veía por la ventana y el que estaba afuera de la puerta. Y sabía que, de hecho, no había cosa tal llamada clima. Sí, también el abrigo que llevaba comenzó a perder su forma, y a verse como realmente lo que era; un montón de mentiras que lo mantenía tibio. Y así lo mismo con todo su entorno, todo lo que se veía común y corriente comenzó brutalmente a transformarse en algo mucho más burdo y escalofriante. Una realidad compuesta por palabras. Sabía, lamentablemente, que todo lo que el vió alguna vez siempre fue un montón de letras puestas juntas, en un bonito orden. Siempre le gustó el B-o-s-q-u-e. Antes del fin, se aferró a esa innegable noción de felicidad, que como aquel niño, también alguna vez palpó. No todo podría ser así de incierto, ¿o sí? Pero sí, le fue concedido, y fue feliz tres exactos segundos antes de desaparecer. Finalmente, sabía que todo lo que era base en su mundo estaba destinado a desmoldarse, perder color y perecer, y fue precisamente lo que vió en ese último agónico segundo. Sabía que un living-comedor debía, al final, astillarse en mil pedazos, deshilvanando esa realidad en las letras de un trágico seudo-llamado escritor, cuya existencia era relativamente igual de trágica, y que como dueño de esta realidad escrita, decidía darle fin. Sabía que, en el completo vacío, lo último en desaparecer sería su conciencia, que en el fondo era la base de todo lo que pasaba por su mente, y que, misteriosamente, le daba sustento a su existencia. Existencia que terminaba con un punto final.