20 de junio de 2010

El camino a casa

Mientras veo, camino y mastico, están en la vereda las grietas. Las arrugas que las llevan, en las marcas de la piel, en lo acuoso de los ojos, en el llanto a medias de lo que casi fue. La más vívida de las heridas, va en los soportes. La parte en la que nos enseñaron que hay que ponerse, si todo se sacude. Ahí, donde la herida se resiente, y lo que el tiempo deteriora, jamás devuelve.

La noche, bajo la almohada llevo los dedos cruzados. A la calle, la plaza, y a la nostalgia. Entre la gente, los cantos, y el alféizar del día siguiente, navego. Un optimismo indisoluble sobre los techos de las casas y las antenas que no funcionan. El poco miedo a vivir la única vida que se abre en dimensiones cósmicamente ocultas, que le sigue el segundo que muere y nace, otra vez, y otra vez. Hasta que el último segundo real se haga llegar. Donde, quizás sin palacios sobre las nubes, habrán sonrisas a la vuelta de la esquina. Iré acumulando cuentos que digan más de ustedes que cualquier otra cosa. Los releeré en mi silla mecedora en voz alta, y quizás ella sentada en una de las mismas, mientras teje algo lindo, me escuche y sonría, y diga: "Estuviste bien", y en mis arrugas no llevo heridas, ni marcas del tiempo que me aplasta, sino que llevo el testimonio de amor más silencioso de todos: el que puedes ver porque envejeciste conmigo.

Hoy, veo, camino, y mastico. Saco las llaves, abro la puerta, y procuro no equivocarme.