15 de agosto de 2011

Memoria Selectiva

Esto fue hace un poco más de dos meses. Íbamos a la casa de la Paula, que estaba de cumpleaños. 23 de Marzo. Me acuerdo porque cuando éramos chicos, llamé para saludarla. Ella llegó al curso como en 7º básico. Creo que me gustó altiro. Y creo que a varios les pasó lo mismo porque se notaba cómo dejaba una estela de silencio cuando pasaba, dejándonos mudos a todos. Y a ella incómoda. Un día la llamé, exactamente ocho años atrás en un día como éste. Era jueves, eso sí. Después, me fui acordando y la fecha se me fue grabando, año tras año. Como aniversario falso, como cumpleaños propio. La Marla igual sabía esta historia - con menos detalles - aún así quiso acompañarme. "O con mayor razón", diría ella. Nos bajamos en Baquedano, y caminábamos hacia el cerro. Estábamos en el bandejón central de la Alameda cuando, con la vista fija en el semáforo, busqué su mano al lado de la mía, y con un secreto apretón me entendió que yo 'no quería atados, por favor'. Ella, incapaz de tomárselo en buena, me taladró el rabillo del ojo. 'No me des razones, entonces'. La luz cambió a verde, y caminamos.

Fue realmente desastroso. Ni siquiera el ensayo previo me ayudó a no divagar o tartamudear. E hice ambas. Pensé en quién me contestaría el teléfono, probablemente no la Paula, y que eso ya sería aún más incómodo. El estómago me subía, las manos sudaban, y aún así había algo en mí que quería seguir adelante con esto. Por suerte existe eso que le llaman memoria selectiva. Recuerdo que alguien empezaba a tomar el auricular al otro lado, y yo retuve el aliento en la expectación.

- Beto? Hola, cómo estás!
- Hola, Paula. Feliz cumpleaños - sonreí.
- Gracias. Ella es tu polola, cierto? - mirando a la Marla.
- Sí, hola - dijo la Marla, mientras se le acercaba a saludarla cariñosamente - Te trajimos un regalo. Toma.
- Oh, gracias. "Rayuela", se pasaron! - dijo, con obvia sorpresa - pasen, por fa, están los chiquillos al fondo. Límpiense los pies, eso sí, que aspiré recién.

Hubiese preferido que abriera el regalo más tarde. O conmigo lejos. Pero definitivamente con la Marla en otro lugar. Pero en realidad, el drama del regalo ya estaba discutido, y a la Marla ni se le notó lo molesta. Es bastante buena disimulando. Pero conmigo lo hace muy poco. Es más, a mí me quedó bien claro que regalarle un buen libro a una amiga puede costarte harto más de lo que dice la etiqueta. La Marla pasó derecho al fondo del pasillo, pero yo sí hice la pausa para limpiarme los pies. La Paula cerró la puerta detrás de mí, y se adelantó para mostrarme el camino al fondo. Yo la seguí, en la misma estela de silencio de siempre. Por un espejo en la pared, vi que sonreía.

Después del cuarto vaso, los que estábamos alrededor de la mesa empezamos a proponer un juego. Estaba la Marla, la Paula, el Germán, la Anita, la Domi, la Vale, y estas últimas con sus respectivos pololos. No conocían a nadie, así es que se sentaron con ellas al principio, a pesar que al otro rincón estaban todos mis compañeros rodeando la parrilla, hablando de la última fecha del fútbol argentino.

- Ya, se demoran mucho. Nombres de libros. Yo empiezo: "Drácula" - dijo la Anita, que tuvo su pasado gótico, años atrás. Aunque aún mantiene el pelo igual de negro.
- ¿Cualquier libro? - preguntó la Domi, para hacer tiempo mientras se acordaba de alguno.
- Ojalá que sean fuera de los que te hacen leer en el colegio, claramente - le respondieron.
- Ya, "La Biblia" - respondió la Domi, después de una breve pausa, realmente sin ideas.
- Pero más rápido, así nadie va a perder - protestó la Vale - Me toca: "La peste".
- "El Hombre Invisible".
- "El retrato de Dorian Gray" - dijo uno de los pololos.
- "Rayuela".
- "La insoportable levedad del ser" - dije.
- Ya, perdí. Ya dijeron el que estaba pensando - dijo la Marla, y luego dió un sorbo, y continuó - No importa. Me toca. Nombres de remedios, como "Valpax".

Y dimos varias vueltas así mismo, con películas, monitos animados de los 90, equipos de fútbol, marcas de cigarros, huesos del cuerpo humano, y calles de Santiago. La Marla me sorprendió porque parecía haber olvidado todo y se le veía muy entusiasmada jugando. Cuando se puso de pie a buscar el pisco a la otra mesa, noté el lindo contorno de su espalda y cómo hacía juego con el nuevo corte de pelo. Era como la versión maligna de Amélie. Aunque era el alcohol hablando, empecé a sacar cuentas de cuánto tiempo llevaba con la Marla, cosa de la que nunca hablábamos. Tristemente, era en instancias como ésta en las que realmente nos encontrábamos. Yo vi lo que hacía; cerca de la parrilla habían amigos de mis compañeros que no sabían que la Marla andaba conmigo. Muy consciente de ello, simulaba estar riéndose a la distancia de lo que pasaba en nuestra mesa, dándoles el perfil a los que miraban alrededor de la parrilla. Un perfil perfecto, una sonrisa inteligente, y una mirada encendida a base de alcohol y maldad. Sabía cómo proyectarse hacia los demás, cómo no parecer ni intimidante ni indiferente. Después, se acercaría a la parrilla, y preguntaría cuánto le falta a la carne. No pasaría mucho rato hasta que le preguntan su nombre. 'Marla', haciéndoles entrever que se llama igual que la neurótica que aparece en "El Club de la Pelea", pero omitiendo la parte en que en realidad se nombró a sí misma 'Marla' por 'Merlina' de los Locos Adams, como solían decirle en su colegio en Concepción. 'Merlina', por el horrible corte de pelo y porque se parece a 'Merina', su verdadero nombre. Y no 'Marla'. Aún así, todos le conversaban y reían. No hay vez que ese jueguito no le funcione.

Aunque ya algunos se habían ido porque tenían otros compromisos, había mucha gente en la casa. Para los más porfiados e irresponsables que quedábamos, fui a la cocina a reponer el bol con los hielos. Mi cabeza tambaleaba, era la crónica de una caña anunciada. En eso, entró la Paula con la bandeja que tenían cerca de la parrilla. Me preguntó si comí carne, pensé en una respuesta inteligente, y solo dije 'Más rato'. Mi intento por sacar hielo de un refrigerador ajeno resultaba ser torpe y ruidoso. Estábamos de espaldas. Ella lavaba la bandeja que tenía restos de sangre y carne quemada.

- Beto, te pasaste con el regalo. ¿Cómo supiste? Alguien te dateó, cierto?
- Qué bueno que te haya gustado, flaca.

A falta de argumentos adecuados, se hizo una pausa incómoda. El fantasma de un amor que nunca nació se declara fallecido cuando es el silencio incómodo el que sepulta toda intención no dicha. En ese momento, en medio de la nada, sufrí por todas las cosas que nunca le dije, y más por el intento que hice para recordarlas ahora. Sufrí por divagar. Por tartamudear. 'Acompáñame afuera? por un cigarro', le escuché decir. Dejé los hielos donde estaban porque recordé que estaba tomando cerveza. Cerré la puerta del refrigerador, y me dio la sensación que la Paula me estaba mirando hace años. 'Acompáñame', insistió. Lo último que escuché fueron las risas donde estaban todos, e imaginé que era la Marla en el centro de la conversación. En otras circunstancias, me hubiese preguntado si la Marla realmente disfrutaba sacándome celos, o era que le gustaba jugar a sentirse soltera después de los años conmigo. En cualquiera de los dos casos, la dejé jugando sola. Me tomó de la mano, y salimos en silencio hacia la puerta. Al salir, vi en la alfombra las marcas de zapato que dejó la Marla. La Paula cerró con cuidado.

Cuando nos despedimos de la gente, la Marla parecía un poco más amiga de todos. Me tomó la mano, y salimos abrazados al frío. Caminamos por la parte residencial del Barrio Bellavista. Me empezó a comentar cuánto le gustaba este barrio antes que se hiciera lo que es. Se echó a perder, con los pubs, con las esquinas meadas, con el alcohol en la sangre, y con los pacos en cada esquina. Antes había menos ruido. Me contó que, cuando vivía por acá, una vez despertó en medio de la noche, y se levantó solo a mirar por la ventana. Vivía en un edificio a los pies del cerro, y miró todos los tejados para ver quién estaba despierto a esa hora. Solo gatos, perros, faroles, y la Virgen. En eso, rugió un león. Allá en la punta, en el zoológico, también había vida. Un león con insomnio. Yo ya había escuchado esta historia, solo que a veces la cuenta como que fue un sueño. Después de eso, no me dijo más. Me abrazó, y caminó dormida.

Solo se tomó la mitad de la sopa que le serví. Extrañamente, sus manos estaban más tibias que las mías. Me hizo un espacio, y me abrazó fuerte bajo las sábanas. En ese abrazo secreto entendí que esa noche sería distinta, y que algo andaba mal. Le dije que se mantuviera hablando para que evitara pensar. Había olvidado sus remedios. Me dijo que no se acordaba dónde los había dejado. Le dije que en esa dependencia se había metido ella misma, y ella misma podía salir. Dijo que era difícil de explicar, pero que se sentía pequeñita, que le daba miedo morirse. Que tenía pena. Empezó a temblar y el llanto se hizo más seco. 'Todo va a estar bien', me escuchó decir. Le daba miedo olvidarse de las cosas, por eso las repetía. Todas las cosas desaparecen, todo lo que 'es' un día no va a 'ser' más. Tenía miedo que esto nunca se le fuera a pasar, que siempre estuviese pensando lo mismo. Que jamás iba a entender eso de morirse. En la soledad de la almohada, tener que replantear todas las creencias. Y fallar en ello. Perderse en inmensidad del camino hacia la locura, y jamás volver conectar con otro ser humano. Repites las palabras para que te suenen a algo, pero sólo suenan más vacías. Palabra, palabra, pal abra, pala abra, pa labra, pa la bra...

Desperté en la mitad de la noche. Fui a la ventana, a mirar los tejados para ver si alguien más estaba despierto.


5 de junio de 2011

El Mendigo

Llovía. Al medio día, tomó el libro por donde lo había dejado, y continuó leyendo:
- De la felicidad en conjunto no me fío. La euforia colectiva pareciera emanar una falsa verdad de una sospecha concreta, algo que se desinfla como una mala idea que nunca tomó forma. Todos están contigo cuando eres feliz. Más te vale decir que estás 'contento', pues pocos parecen - realmente - alegrarse por el otro. Que no les extrañe mi falta de términos; la felicidad tiene una sola palabra, elevada, distinguida pero etérea. Pero cuántas palabras existen para estar triste? Si hasta todo un estilo de música - el mismo 'blues' - nació de ese mismo sentimiento. Ningún sinónimo de 'felicidad' se conjuga tan fácil, como pasa con 'feliz'. 'Abundancia' tiene que ver con poseer. 'Paz' se transformó en el antónimo de 'guerra'. Y así pasa con un montón de ejemplos, 'placer', 'tranquilidad', 'bienestar', en fin.. a lo que voy es que la gente parece identificarse contigo sólo si estás triste. Nadie quiere escuchar qué tan feliz eres, ¿o sí? A juzgar por tu expresión, probablemente no me entiendas, pero no puedo explicarte algo que es el fruto de dedicadas horas de pensamiento dadas al asunto. Lo mejor que puedo hacer es plantar esa semilla de duda, y que tú hagas el resto. Después, podríamos conversar cuando estemos de acuerdo, o mejor.
De su última intervención se hicieron un total festín, distorsionándolo con satíricas comparaciones. Bebió en silencio la mitad de lo que le quedaba en el vaso. Con una grotesca risotada, Darío pasó del podio de la atención a debajo la tarima de la audiencia. En ese mismo griterío, sonríen y asienten a las opiniones que cada uno tenga, aún cuando contradigan a las propias. Se puso los guantes, con franca decepción cabizbaja. Siguió la corriente hasta esperar el punto más ruidoso de la conversación y salió cuando nadie lo notaba. Los conocía cuando no estaban en grupo, reconocía el cinismo entre líneas. Había visto, en otras oportunidades, cómo se habían necesitado sin respuesta, cómo se habían entretenido en otros asuntos cuando el otro padecía de atención. Vaya enfermedad. Los había visto buscarse en el más insignificante intento por distraerse. No era su afán el de apuntar y acribillar la aparente solidez de una amistad, sino destacar las relaciones humanas carentes de sustancia. Quizás para no caer en ellas nunca. La calle y sus faroles eran el pasillo por donde el eco de las voces perseguían a Darío. Ni siquiera doblar en la esquina acalló el entusiasmo frenético, ese que se desinflaría solo al desaparecer el alcohol en la sangre.
En la seguridad de su balcón, escuchó el constante ritmo de la lluvia golpear el pavimento con hipnótica violencia. Sintió la necesidad de prender uno de los cigarros que no fumaba. Prendió su placebo a la libertad, y - al confundir el mareo de un fumador primerizo con un repentino ataque de creatividad - se dejó llevar por la paz que viene tras esos raros momentos cuando eliges algo de verdad. Sea esto marcharse de una tediosa - socialmente obligatoria - reunión. Sea esto sentarse a mirar caer la lluvia. Se maravilló con los detalles de ver todo por primera vez. Con el frío que no te entumece, sino que te despierta del trance que llamas vivir. Eso fue lo que Darío, muy a su reticencia, llamaría 'un momento de felicidad'. Y La lluvia hizo el resto.
Después de leer esto último, el frío lo interrumpió. Se calaba entre los zapatos húmedos. El barro y el hambre seguían ahí cuando volvió en sí. Sin titubear, jaló las páginas que acababa de leer, las arrugó, y las metió en cada uno de los zapatos. Aislante que le daría, al menos, 2 horas de pies algo menos fríos.

La victoria personal es lo único que uno puede arriesgarse a intentar volver a encontrar, pensó.

8 de mayo de 2011

Pasaje

Esto fue lo que me marcó hoy:

En un estrecho pasaje, caminaba mirando los ante jardines de cada casa. Al fondo, el pasaje desembocaba en una calle. Ahí, desperté de mi trance al ver un niño - de 1 año de edad, a juzgar por sus erráticos pasos - caminando de izquierda a derecha, cruzando. Mi visión era limitada porque esto pasaba a varios metros, y yo estaba en el pasaje que sólo me permitía ver la intersección. Debido a la distancia, y para mi mayor asombro, el niño parecía caminar sin que nadie lo vigilara, y por un momento - a causa de mi miopía y falta de profundidad - hasta me pareció ver que el bebé caminaba no por la berma, sino que por la calle. Lo vi caminar unos cinco o seis pasos, tratando de mantener el equilibrio. De hecho, lo vi caer sentado en la exacta mitad de la intersección. Mi inmediata reacción fue que el padre aparecería por el lado izquierdo, al verlo caer. Al aproximarme a la esquina, empecé a ver la escena mejor. Los ante jardines ya no estaban cercados, sino que eran parte de la berma por la que el niño caminaba. Pasé de ver al niño casi a contraluz a verle la luz en el rostro. Lo que eran diez pasos para él, fueron tres para el padre, quien llegó por la derecha a levantarlo de un brazo. Se agachó, le habló, y le sacudió el pantalón. Luego, al cuadro se le sumó una niñita - su hermana, asumí - quien se sentó a un lado de ellos, pensando que a algo jugaban. La madre también llegó, y levantó a la niña. Ya cerca de ellos, vi cómo el sol entre los árboles los dibujaba como un cuadro de los que tan poco conozco, pero que tanto me gustan. Vi que, en realidad, el niño no había caído tan cerca de la calle como pensé, sino que estaba más cerca de dónde crecía el pasto. Había rocío en las hojas y un olor a pasto húmedo. Al pasar por al lado, el padre tenía una expresión de molestia oxidada, la niña no entendió mucho de lo que pasó, el niño lloraba, no por la caída, sino porque lo sacaban de donde cayó, y la madre era la intérprete de todo esto.

No sé lo que significó todo esto, pero estoy seguro que fue un momento mágico, microcósmico y común.

20 de febrero de 2011

Sinapsis que cojea

En el estruendo de la locomoción siguió musitando las palabras como si fuese un tipo de mantra. Buscaba las posibles combinaciones, el adjetivo perfecto que reflejara fielmente la situación que escribía en su pequeño cuaderno. Meditó un breve lapso, y en una rápida mirada al exterior, notó que se acercaba a su próxima parada. Garabateó unas rápidas letras como referencia para poder continuar más tarde. Escribió 'decepcionante', 'indignante' e 'injusto'. Aunque de camino a casa, se le notaba conforme y contento con el párrafo que logró avanzar, se sabía que probablemente no era ninguna de esas la que andaba buscando.

Habían días en lo que se lamentaba por su bloqueo al escribir, pero la mayor parte del tiempo, simplemente lo ignoraba. No conoció el momento en el cual se hizo bueno con las palabras, para él, las cosas venían de forma natural. Lamentablemente, creció con la noción de que podría decirlo todo, con precisa sutileza. Sin embargo, el tiempo - aunque pule algunos talentos - malgasta otros con desuso. Titubeó al intentar poner la llave en el cerrojo, y alguien detrás de la puerta se le adelantó.

- ¿Y a esta hora viene llegando? - con una ligera sonrisa le recibe su abuela.

No sabría distinguir un lunes de un domingo, mucho menos cuándo su nieto viene llegando a una misma hora durante toda la semana. Pensó en lo fascinante que llegaría a ser utilizar a su propia abuela como material para su frustrada escritura. Vivir con ella es vivir con un montón de fantasmas que la cuidan con cariño. Siempre habla de su madre - difunda desde hace más de 40 años - de la siembra de su padre, de cómo se cultiva tal y tal fruto, cómo se cuidan los brotes de lechugas de los rayos del sol, y de su familia que tiene allá en el norte grande, que más rato los va a ir a ver.

- No, deje eso, ésta es la mantequilla. Y cómo te fue hoy?
- Bien - respondió monosilábico.

Jugaba a ser normal mientras formaba pequeñas migas de pan con la yema de los dedos. Se hizo pequeñito en medio del ruido de las cucharas, y los cuchillos para el pan caliente, la mermelada sobre la mesa que se la rotaban entre sí, y las manos que se estiraban por encima de la mesa, para alcanzarlo todo. Se disfrazó tras la algarabía porque no sabía cómo agregarle algo a la historia que conversaban ahí. Escogió una canción al azar, y se puso a musitarla cabizbajo. Continuó así hasta que algo estaba pasando que los hacía a todos callar del asombro, y al notarlo primero con la intuición, y luego con el rabillo del ojo, levantóse de sus hombros y se les unió en el asombro. La septuagenaria había estado cortando la mantequilla en láminas, así como lo haces con el queso, insistiendo en lo rico que estaba tal queso. Su taza de té era un desastre, al verter el azúcar en ella, nada cayó dentro. La verdad era que no había queso en la mesa, y su taza de té no estaba tan dulce como la de los demás. Ya sea por el espanto de la incredulidad, todos los que estaban ahí se volvieron vulnerables por un segundo a lo que estaban acostumbrados a ver. Un segundo que lo cambió todo porque ninguno de ellos fue capaz, hasta entonces, de decirle:

- Oiga, eso no es queso.

Aprovechando el momento de lucidez, volvió al cuaderno donde lo había dejado y anotó:
- Oiga, eso no es queso.