13 de mayo de 2010

Un Payaso

Hay gente hábil para todo, y él se abotonaba la camisa. Gente buena para los números, otros son artesanos, otros son modistas, y él pasaba a ponerse sus holgados pantalones de verde chillón. De dónde uno saca la idea de qué hacer con su vida es algo incierto, pues hasta qué punto uno elige y eligen por uno se mantiene siempre oculto. Aunque cabe destacar, que el solo hecho de hacerse esa pregunta, es un tema totalmente distinto, y que requería de un grado de auto-reflexión un tanto importante. Como éste era el caso, a nuestro individuo aquí no le es preciso hacerse esa pregunta. Simplemente, es. Y claro, lo seguía siendo, mientras, inerte del insomnio, masticaba el pan a medio tostar, y veía las noticias de la primera hora. Su única audiencia, a esa hora, el niño acostado a ese otro lado de la cama que se hacía el dormido.


Mucho de lo que piensa no se sabe. Se sabe que es amigo de los choferes, de las guaguas en coche, y de casi cualquiera que quiera cruzarse con su mirada y su chiste. Incluso, hace amistades con los que no quieren amistad con él. Sus zapatos, su vestimenta, y su maquillaje a veces eran su cruz. De la calle a la micro, y de vuelta otra vez, estaba condenado, y a caminar entre días grices que pocos estaban dispuestos a dejarse compensar con una rutina de rápidas bromas.


Cuando la función estelar comenzaba, y el chofer ponía la marcha en segunda, ahí se veía el verdadero payaso. El violento estruento del autobus era el telón, los pasamanos los malabares, las sonrisas sus aplausos. Sus gestos eran suaves y amables. Su cara, aunque maquillada hacia la exageración, era equilibrada y gentil debajo de los grotescos rasgos. De sus manos que, al moverse, gesticular, y apuntar pausadamente, tenían una agradable relación con lo rápido y hábil de su dicción e improvisación. Su voz sí era un tanto aguda y forzada, pero ésta no era del tipo que hacía llorar a los lactantes. De hecho, tenía esa naturalidad plausible de desplazarse en la turbulenta locomoción y, al mismo tiempo, sacar debajo de la manga la más ingeniosa de las observaciones, casi como si a cada paso estuviese obligado a expandir el alcance de sus sonrisas, llegando al más oscuro rincón entre los asientos, los reacios a reír. Y eso lograba. Generalmente.


La cosa más curiosa ocurría, y no era sino, entre la gente misma que lo miraba. Era difícil saber, pero pareciera que había un payaso distinto por cada par de ojos que lo veía. Tenía, sí, esa facilidad con lo que es gracioso que a ella, la de la primera fila, hacía sonrojar, y mirarlo de reojo, como hurgando en tierno y adolescente pasado. A ese grupo de señoras, que parecían no venir juntas, esa vívida elocuencia en su personalidad les recordaba un nieto que nunca llegó. Era lo suficientemente joven en rasgos y espontaneidad para lucir como hijo, nieto, y hermano, pero, a la vez, había algo en los ojos expertos, curtidos, adaptados al duro ritmo, que lo hacía ya maduro. Habían, también, personas como ellos dos, la pareja al costado derecho de la micro, que diferían. La ventiañera, por alguna razón, se escondía en sus audífonos, y en el paisaje afuera. Él, siempre de la mano de ella, miraba a través de sus amplios lentes al hombre en escena, escudriñándolo, como si fuese el último en su especie sobre la Tierra. Y quizás lo era.


Era el eterno, y cabizbajo esperaba la apertura de las puertas para bajar. Era invisible, y su silueta se despedía de los niños que seguían mirándolo mientras doblaba en la esquina. Era padre, contaba las monedas al sonar dentro del bolsillo. Era incómodo tenerlo cerca, era simplemente un molestoso evento. Olvidable, y evitable, pero soportable. Sacaba lo peor, y extrañamente, lo mejor. Era el místico doctor que nos señalaba nuestro mal. Se bajaba, cruzaba la calle, tomaría la siguiente micro y seguiría con su eterno diagnóstico. Como la marea, que sigue sin resistencia, sin cuestionar. Como el perro menos bravo que nos sigue. Ese que, bien seguido, espantamos.

Al bajarse el telón, desabotonaría los puños de su camisa, y lavaría sus silenciosos rasgos frente al espejo. En algún pequeño baño, bajo la mirada de sí mismo, el maquillaje correría distosionando los - alguna vez - alegres rasgos. El agua se tiñe de colores, como la piel con los golpes. Más fácil era lograr hacer reír, a todos los demás. Lo espiaba, escondido detrás de la cama, el niño. En la mesa, las lágrimas y las monedas.