11 de abril de 2010

Al calor de nuestros pómulos

Intentaba caminar despacio; total, sabía que no había nadie en la sala a quien saludar. El cerro en el fondo, y allá arriba la Virgen empañada me pintaban en una postal de ciudad olvidada, de perros durmiendo, faroles que parpadean, y fachadas lloronas. Era uno de esos días donde no te sorprendía saber que anoche habían encontrado a más de algún anciano, en lo último, soñando entre dientes. Lo sé porque el frío y el sueño era lo más obvio en ese entonces. En la marcha, podía notar cómo se enfriaba la tela de mis pantalones al separarse de la piel, y recuerdo vívidamente la sensacion de tocar la reja para empujarla. Entrando, se me abrían los ocultos rincones fantasmas, los kioscos cerrados, la ausencia de los niños de básica corriendo, los ventanales por donde se veían los bancos vacios. Era como estar en un lugar casi prohibido, como si corriera un riesgo por estar ahí. Quizás, me daba pánico pensar que ese día no había clases, o empezaban más tarde, y que por alguna razón, yo no me percaté de eso, eso que todos sí. Que todos los demás, abrigados en sus camas, dormían tranquilos al saber que quedaban dos o tres hora más para levantarse, y yo, en cambio, ahí adelantándome a la pesadilla a propósito. Solo y con frío.

Podían pasar varios minutos, sin que no pasara nadie por la reja que hace un rato empujé. Por lo que, hasta entonces, me entretenía con otro tipo de ejercicios mentales, pero de igual sin propósito, como el de imaginar las sombras de las personas en los pasillos. La gente, por ejemplo, que debía llegar, de otros cursos, de mis propios compañeros, y - manteniendo el mismo no propósito - adivinaba quién estaría mirando el patio junto a mí desde ese segundo piso conversándome sobre algún otro olvidable tema, o en alguno de los recreos, o cómo luciría este lugar al levantarse la neblina, con la gente, con el ruido, con las bromas, con las risas. Pero por ahora, nada. Sólo silencio.

Éramos un grupo selecto, en realidad. Sabíamos quién era los que llegaban primeros, sin importar si eran de otros cursos más arriba, o más abajo. Y entre nosotros nos ubicábamos con el rabillo del ojo desde un rincón del colegio al otro. Sabíamos mucho de los que estaban fuera de este círculo; quiénes tenían hermanos, o traían a algún vecino, para aprovechar el viaje. Sabíamos, también, si ese día despertaron de mal humor, o si tenían una prueba en la primera hora. Quién se acordó de terminar la tarea para tecnología, o a quién se le quedó en la casa. Y a decir verdad, éramos como una secta, cuya única práctica oficial era llegar excesivamente temprano, y siempre que veía llegar a uno de los integrantes - o a una, como ese era el caso de ese día - me alegraba saber, entre muchas cosas, que no soy el único, y que sí había clases.

Quizás este episodio podría evaporarse como lo hacía la neblina cuando caía el sol tibio sobre el húmedo pavimento, llevándose así la postal de ciudad olvidada, y el silencio siniestro. Se llenaban los pasillos de las caras familiares, y se contaban las mismas historias una tras otra, en ese mismo círculo casi familiar. Nos paseamos en los mismos lugares, y nos sentábamos 'donde mismo'. Y si, mientras mantenía la marcha a un costado del grupo, veía a alguno de éstos 'que llegábamos temprano', la reconocería entre la multitud, y ella a mí, aunque no tuviera nombre ni apellido, y no diríamos nada de esta falsa secta y su única práctica oficial, no por poco relevante, sino porque éramos de distintos grupos, no había una buena razón para conocerse, mucho menos saludarse. Llegar temprano no era una buena excusa bajo ninguna circunstancia para entablar alguna conversación. No teníamos nada que ver entre sí, y así la 'secta' se mantenía secreta, selecta, y de repente, casi imaginaria.

De días así han pasado 6 ó 7 años. Las mañanas empiezan a ser cada vez más heladas, aunque el cerro en el fondo es otro con una cruz por virgen, y si bien no hay gente que muera de frío en estos días, se viene la lluvia y todas las casas están en el piso. Perdón, suelo divagar harto en las mañanas, y más aún viendo esa foto que está colgada en la pared, donde salgo con mi uniforme escolar, los kioscos y ventanales...

Esa mañana, como todas las mañanas, no se me iba detalle. Mencionaba que me alegraba ver a uno de los nuestros, que en este caso en particular, era una niña de curso menor, quien visiblemente sufría del mismo frío en las mañanas, pues venía tapada gran parte del rostro con una bufanda opaca, y encogía el cuerpo mientras el frío cortaba los lugares que el abrigo descuidaba. No quiero ser malinterpretado; no sentía mayor alivio si quien llegaba al colegio era mujer, niña, adulto, anciano, o joven. Mucho menos tenía algún particular interés en la frágil niña. Con tal que alguien llegara, me sentía algo aliviado. En cuanto a lo que pasaba a continuación, era quizás lo más curioso. Hacía un frío que calaba los huesos, que hasta el mismo piso congelaba la suela de los zapatos, y en vez de entrar a esperar a la no-necesariamente-más-acogedora sala, preferíamos estar mirando quién llegaba. Aunque nos separaba un patio entero, yo imaginaba que era igual de incómodo que estar en una pequeña sala de espera. Sin nadie mirando. Sin televisión que nos distrajera. A medida que se prolongaba el silencio, el espacio entre la extraña y yo hacía cada vez menor. Más obvio. Aún así, éramos de distintos mundos. Pero estábamos ahí, como siendo silenciosos cómplices de un amanecer que se colaba entre los edificios, por encima de la iglesia, por debajo de las sillas y los bancos, despertando con calor nuestros pómulos. Ella allá, y yo aquí.

Posiblemente tendría que saludarla al encontrármela.
Al primer recreo.
o 7 años después.

"... Beso de buenos días, extraña linda?"

- Hola, tú.