Un silencio jurado y respetado. Las mantas y frazadas les tapaban de la oscuridad ahí. Un jugueteo de analizar lo innecesario. Sin tocarse. Aplazándose uno al otro. Haciéndose esperar. No por orgullo, no por capricho. Por el afán de hacerse esperar. Miraban más allá, con la honestidad que trasciende, llegaban al fondo vacío, donde no existe el color, donde la ciencia había fallado al intentar colocar nombre, ese punto visible para pocos donde la imagen se traduce en recuerdo implacable. Cada uno se sumergía en el iris del otro, y con visible entusiasmo, comenzaban a relucir sus verdades, sus aciertos, sus ciertos, y no tan ciertos. Sin prisa, irían de lo básico; de niñez, de juegos, de inviernos, de pan tostado. De miedo, de encanto, de pereza. Por satisfacciones, ilusiones, y trampas. Por engaños, llantos, y lágrima. Al cielo, al parque, y al silencio. Hasta el fuego, el tiempo, y la espera. La noche, la respiración, y los gestos. El roce, el titubeo, y la cercanía. La oscuridad, la calidez, y esas frazadas.. un salto a lo eterno, tropezar con las palabras, y caer en ese medio metro donde se debatía la vida y la muerte, de ese mismo momento. El rubor escandaloso, el deseo febril, y la falta de palabras. 'Hoy no tengo palabras'.
Era el camino a casa. Y ahora se veía saltando y esquivando pozas y trozos de ayer. Ambas, pozas y trozos, traídos por la lluvia de anoche. Era un desfile de eventos aparentemente insignificantes. Ya tiempo después lo pensó, pero el subconciente es una cosa curiosísima. Una señora reía y luchaba con un paraguas defectuoso. En la pausa del semáforo, eran dos sueldos mínimos, un cáncer a los pulmones, un potencial Alzheimer, un portador y futura portadora, ambos de la mano, y todos ellos, esperando la luz verde. Por encima de un hombro, vió un pájaro conversarle sobre las facilidades de volar. Acicaló su ala antes de emprender, 'Vuela!', le miró en un extraño acento, que sólo comparten las aves citadinas. Había dado el verde, y siguió. Un tanto lento, y casi sin reacción, siguió el ave con la mirada, y su rostro se mantuvo enfrentando al cielo, más que nada, esperando una gota. Nada, aunque todo sí se mojaba alrededor, ni una sola gota parecía dispuesta a dar con él. En la desesperación de no estar entendiendo, decidió cansarse en la tarea de conectar ideas. Bajo la convicción de que hasta en las más bizarras realidades existe un ocioso titiritero dispuesto a dibujarte con migajas de pan el camino a casa. Pero que al perder ese camino, esa migaja, sabes que no hay más oportunidades. La ayuda es sutil, pero de no apreciarla, se vería en el más oscuro de los callejones a recorrer. La inequívoca sensación de perderse en una multitud. Intentó recuperar el ritmo, tratando de averiguar qué es lo que esta escena tenía para él. Pensó en el paraguas defectuoso, en la luz verde, en volar, en la lluvia invisible, en la vuelta a casa, en las distancias. Comenzó a contar los pasos, a ver si en cada tramo había algún número escondido que resultase revelador. Sumó las edades de la gente que se topaba. Contó y separó por categoría cuanto detalle podría identificarse. Abrió los ojos, sumó y restó, y así se despegó inevitablemente de lo cierto, y se equivocó, un sin número de veces, en un torbellino de números paralelamente insignificantes, con el vertiginoso miedo a perderse. (...) Justo antes de que el cansancio se hiciera definitivo, en la espera de algún otro semáforo, frente a la otra calle, habían diez policías, dos eran mujeres, y un calvo, y entre ellos, la notó. Ahora distraída, como buscando algo, murmuraba números. Verla ahí fue el vínculo entre recuerdo y recuerdo. De un íntimo deseo febril, a un perfecto desinterés casual. Llevaba en la mano izquierda las decenas, y en la derecha las centenas. Y al pasar junto a ella, escuchó que sumaba el paso trecientos ochenta y uno.
Este precisamente había sido el sueño. Parte de todo esto nunca ocurrió, y nadie tenía porqué acordarse, ni mucho menos entenderlo. Era un silencio jurado y respetado.
Buena, seco!
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